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  • 16-12-2003


    «Â¿Sin Dios o con Dios?»


    Entrevista a Ignacio Sotelo, coautor del libro «Â¿Sin Dios o con Dios?»

    A través de un intercambio de cartas, José Ignacio González Faus e Ignacio Sotelo han mantenido un diálogo sobre Dios y el hombre que se recoge en el libro de Ediciones HOAC, «¿Sin Dios o con Dios? Razones del agnóstico y del creyente». Ambos acogieron con agrado la propuesta de Ediciones HOAC porque, desde posiciones diversas, comparten la necesidad del diálogo y la importancia de plantearse, desde la preocupación por lo humano, la cuestión de Dios.

    - Tanto usted como González Faus subrayan en el libro el valor del diálogo. Usted señala como una de las razones para este diálogo que hoy apenas se habla en público de Dios, con lo importante que es hablar de Él. ¿por qué le parece tan importante?

    - En efecto, el punto de partida –sin este supuesto el libro no hubiera sido posible– es que ambos interlocutores consideramos el diálogo, y no sólo entre el creyente y el no creyente, muy necesario en la España actual. Dialogar entre posiciones, incluso entre aquellas cabalmente contrarias, que no permiten acercarse a un punto intermedio de compromiso, es principio fundamental de convivencia en una sociedad libre. Por razones obvias el diálogo entre nacionalistas y no nacionalistas ocupa hoy el primer plano. En cambio, el diálogo entre el creyente y el no creyente, excepto en círculos muy restringidos, no parece acaparar mucha atención. El creyente tiende a encerrarse en su mundo espiritual propio, sin lanzar demasiadas señales al exterior. El no creyente se mueve como pez en el agua en una sociedad cada vez más indiferente a la religión y no necesita dar cuenta de su posición. Justamente, en este punto discrepo de una buena parte de los no creyentes. Pienso que el no creer no debe desembocar en la indiferencia hacia el problema de Dios. Y ello por una serie de razones que en el libro se apuntan con alguna amplitud y que cabría resumir en las siguientes: admiración y extrañeza ante el hecho de la creencia, ¿cómo amigos inteligentes y muy cultos pueden creer? Pero también, ¿cómo hacerse cargo del pensamiento occidental desde sus orígenes griegos sin manejar la idea de Dios? Además plantearse la cuestión de Dios, dicho de una manera rápida y demasiado simplista, supone haber superado los estrechos límites de un cientifismo cada vez más burdo. Pensar la idea de Dios, sus supuestos e implicaciones, sigue siendo tarea principal de cualquier filosofía no dispuesta a disolverse en mera filosofía de la ciencia.

    - Dice usted que un diálogo auténtico implica apertura a las razones del otro y a que el otro pueda tener razón, lo que lleva a poder enriquecerse con sus razones, ¿qué ha aprendido usted en este diálogo?

    - Una buena parte de la vieja literatura católica que se presentaba como dialogante se agotaba en el empeño de convertir al ateo, mostrando lo desquiciado de su posición. Desde la verdad se pretendía iluminar al que está en el error. En el fondo, eran textos, no tanto destinados a los no creyentes, que no les decían nada, como a la propia grey. Cuando este tipo de apologética hizo agua por todos los costados, la tendencia ha sido más bien a encerrar al creyente en el mundo de la creencia, lo que no resulta fácil en uno cada vez más secularizado. Abrirse a un diálogo de verdad significa asumir que el otro puede tener razón. Es algo bastante difícil de aceptar, tanto en el creyente como en el no creyente. Empero, es preciso admitir que el otro pueda tener razón para que el diálogo funcione. Pues bien, en este esfuerzo de mutua comprensión he aprendido a percibir mejor al ateo que se debate en el creyente, así como al creyente que tal vez se oculta en el ateo. Las fronteras entre ambos quizás no sean tan tajantes como antes creía.

    - Me gustaría que comentara una de las cosas que dice en el libro haber aprendido en este diálogo: que la fe en Dios no es una cuestión de la razón, sino del sentimiento amoroso y lo que cuenta son los efectos transformadores que comporta ese amor.

    - Por una lado, me ha servido para ratificarme en la increencia. No puedo renunciar a la razón y ella me dice que, si parto del conocimiento que la ciencia nos proporciona de la naturaleza y de nosotros mismos como parte de la naturaleza, es altamente improbable que Dios exista. Por otro, me ha ayudado a comprender mejor al creyente como aquel que experimenta con tal fuerza el amor de Dios, que acaba por transformar toda su vida. Con ello me he acercado un poco más al misterio de la fe, con lo que ha aumentado no sólo mi respeto por el verdadero creyente, sino hasta una cierta envidia ante los que han recibido don tan preciado, como el de sentirse amados por Dios y, desde esta experiencia, poder amar al prójimo.

    - Aunque eso siempre es difícil de expresar con brevedad, ¿podría decirnos las razones de su increencia?

    - Dejemos a un lado las razones científicas que, aunque no dejan de ser harto problemáticas, al menos para mí resultan convincentes, y vayamos a las que llamo teológicas. No olvide que la hipótesis de la no existencia de Dios es también un capítulo de la teología. La principal que un Dios-Amor no pudo crear ni puede sostener el mundo natural y el humano que conocemos. Vieja cuestión de la existencia del mal en la que desde hace milenios tantos hemos tropezado. Y no se diga, que al ser creados libres, finitud y libertad, no permitiría otro resultado. Nada peor que recurrir a este tipo de metafísicas para enfrentarse al problema del mal. Tampoco puedo concebir un Dios que se revela a unos y no a otros; la fe es una gracia y como todas las gracias muy injustamente repartida. Lutero dijo en cierta ocasión que él no creía que el Papa pudiera sacar las ánimas del purgatorio, pero si contaba con semejantes poderes, debería hacerlo inmediatamente con todas y gratis. Si Dios favorece a algunos con su Presencia amorosa, ¿por qué no a todos? Si Dios existiera, omnipotente y padre amoroso, como dicen que es, se haría notar precisamente a aquellos que más lo necesitan, los que no creen en él. Por lo menos, es esta la conclusión que saco de la parábola del hijo pródigo.

    - ¿Qué es lo que más le llama la atención de la actitud creyente?

    - Tengo la impresión de que los verdaderos creyentes escasean, incluso entre los que se llaman así, sean clérigos o laicos. Su actitud cabe muy bien explicarla acudiendo a la psicología y a la sociología, en fin al origen social en un determinado contexto religioso. Ahora bien, entre los que considero verdaderos creyentes lo que más me llama la atención es la profunda alegría y libertad que los caracteriza, comprensivos y tolerantes, dispuestos a entregarse a los otros, sin discriminar a nadie, olvidándose por completo de sí mismos. Algo de lo que cuesta hacerse cargo, cuando se ha tenido la suerte de haberlo vivido.

    - Dice usted que en el diálogo se han encontrado sobre todo en la dignidad del hombre y en su desamparo, ¿en qué sentido?

    - Los dos principios constitutivos de la antropología cristiana son, primero, que los hombres son hijos de Dios; segundo, que han caído por el pecado original. De ser hijos de Dios se deriva su grandeza y dignidad; de haber caído en el pecado, su miseria y desamparo, que ha exigido nada menos que tener que ser redimidos por el sacrificio del Hijo de Dios. En el diálogo con el creyente cristiano he constatado que tengo una idea semejante de lo humano, al poner en un primer plano la idea de la dignidad humana, aunque con un fundamento mucho más diluido que el de la filiación con Dios y dejo constancia de un mismo desamparo del hombre, abandonado en la naturaleza a sus propias fuerzas. Llegar a ser hombre cabal exige un proceso social que culmine en instituciones políticas que partan de la igualdad de los humanos, en cuanto partícipes en una misma dignidad. En la idea del hombre que sostengo no es difícil descubrir, secularizada, la idea cristiana del hombre. Cristianismo y humanismo pertenecen a un mismo ciclo cultural que me temo está terminando.

    - Respecto al silencio sobre Dios, señala un hecho que le parece significativo. Dios no ha vuelto a salir a la luz pública con la misma fuerza con que nos hemos ido escorando a la derecha en los últimos decenios; sin embargo, entre «los rescoldos de la izquierda moribunda cabe descubrir algunos débiles destellos de su presencia”. Le agradecería que comentara esta afirmación.

    - Al final del Antiguo Régimen, el cristianismo había degenerado con la unidad del trono y el altar en simple armazón ideológico al servicio del orden estamental establecido. Entonces bien se podía decir que la religión era «el opio para el pueblo». Todavía en el franquismo que, más que de la modernidad fascista, tenía de la recuperación del Antiguo Régimen, la religión desempeña un papel central en la legitimación del orden social y político. Lo nuevo en la etapa que comienza en 1976 es que en el grado de desarrollo socio-económico alcanzado los ricos no necesitan ya de la religión para legitimar su poder; les basta con el mercado. La descristianización de las clases altas y medias en España ha sido muy rápida, acercándose en este punto a las obreras que empezaron a separarse de la Iglesia en el siglo XIX. La indiferencia religiosa de la sociedad española es la consecuencia más clara del nacional-catolicismo. La religión, depurada del folclore pesa cada vez menos en la sociedad española, pero los creyentes, devueltos a la marginalidad originaria, tal vez hayan mejorado en su fe. El cristiano que asume la opción preferencial por los pobres (sólo una minoría lo hace, pero el mensaje y la conducta de Jesús de Nazaret me parecen claros en este punto) se coloca a la izquierda, justamente cuando la izquierda pasa por una de las crisis más profundas de su historia.

    - ¿Tan mal ve usted a la izquierda?, ¿qué futuro le ve usted?

    - El ciclo del socialismo en sus dos vertientes, comunista y socialdemócrata, ha concluido. El movimiento obrero tal como se constituyó en el siglo XIX está agotado. La clase obrera se encuentra enormemente fraccionada y con la última revolución tecnológica han cambiado por completo las condiciones de la producción. Han desaparecido los partidos obreros y los sindicatos con cada vez más débiles. Los problemas sociales quedan, algunos hasta agravados, pero se plantean en una dimensión global que supera a los Estados. Está surgiendo una nueva izquierda, más internacional y menos pegada a una clase, cuyos rasgos son aún muy difíciles de percibir. La nueva izquierda emergente muy poco tiene ya que ver con la que conocimos en el pasado y de lo único que estoy seguro es que terminará por cuajar.

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Ignacio Sotelo, coautor del libro «Â¿Sin Dios o con Dios?»

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